Cuentas, vieja: cuentas cada dólar arrugado con olor a marihuana. Un olor que siempre te relaja. El humo de la varilla de incienso en tu mesa acaricia tu rostro, pero no te molesta. Sonríes al darte cuenta de que los dólares van aumentando enormemente y dejas ver unos dientes finos, amarillos. Toses. Ahora sí el incienso prendido te ha fastidiado y, maldiciendo en inglés, decides apagarlo.
Sobre la pared de al lado tuyo, la bombilla de luz que cuelga encima de los dólares dibuja la sombra de tu torso y brazo inclinado hacia adelante, para alcanzar el plato tendido donde descansa la varilla de incienso. Tu torso se inclina mucho más y soplas, para luego toser un par de veces.
Vuelves acomodar tu trasero gordo de tanta Big Mac sobre esa silla color marrón de madera fina. Agarras con firmeza los fajos de billetes sobre la mesa y empiezas, una vez más, a contar cada dólar arrugado. Sigues: cuentas cada vez más rápido. Tu corazón golpea salvajemente. Tus ojos se agrandan. Ríes, sobándote la nariz con el antebrazo sin soltar el dólar restante. Veinte años vieja te ha valido juntar este dinero. Empezaste lavando platos en un pequeño restaurante latino, que a duras penas te pagaban el mínimo. No comías a veces por ahorrarlo todo.
Tenías presente a tu hermana. Ella había sido tu motivación todos estos años vieja. Tu motor, tu impulso.
La cifra de los dólares seguía en aumento.
Das gracias al cielo, al infierno, o lo que fuera. A estas alturas de tu vida ya no te importaba: solo tu hermana. La regordeta de pelo ondulado castaño que te miró sobre el hombro aquel día y te dijo: “Yo tengo más plata que tú, ignorante de mierda.” Tú sonreíste, serena. La miraste fijo a los ojos y te marchaste, muda, como si no hubiera pasado nada, pero si te había movido todo por dentro. Hasta amaneciste con un amargo sabor de boca, pero ese día tomaste una sabia decisión.
Te fuiste como sea, largándote de ese país tercermundista que solo te había dado algunas alegrías y una hermana cagona que te hizo menos. Pero ahora verán vieja. Verán tu poder y sabrán quién realmente eres. Tú la todo poderosa, la más más. Por eso al llegar a Estado Unidos habías ahorrado hasta el último penny, trabajando twenty four-seven como dicen aquí.
Te cansaste de lavar platos y te marchaste feliz a trabajar a una tienda de electrodomésticos. Aprendiste hablar bien el inglés y mucho más cuando te enamoraste de un negro estadounidense que le entraba al negocio de la marihuana. Con él aprendiste que el amor lo puede soportar todo.
En tres años en esa tienda te convertiste en mánager y ganaste mucho más. El negro ya estaba en la cárcel, pero por amor o por cojuda le pagaste la fianza, dejándote con la mitad de lo que habías ahorrado hasta el momento.
Desde ese entonces empezaste a ser más drástica con tu forma de ahorrar, recordando siempre las palabras de tu hermana que no se iban fácil: nunca se irían.
Vieja, has terminado de contar: son tres ciento mil dólares los que has ahorrado y te hechas a llorar sobre la mesa regada de esos tan famosos billetes verdes. De repente el recuerdo del negro Joe te invade. Él también te cagó vieja. Te hizo abortar al hijo que tanto deseabas tener, para después dejarte tirada en mitad de una carretera adormecida por tanta cocaína.
Son tres ciento mil dólares que tienes ahora, y recuerdas cuando el dueño de esa tienda de electrodomésticos te echó sin más después de diez años de servicio, porque te tenía ganas y tú no le dabas el culo a cualquiera. Te largaste otra vez, con tus ahorros creciendo cada día más. Te fuiste a vivir al valle central de California y te tuviste que meter de todo, menos de puta, claro. Hasta trabajaste en el campo, con el sol destrozándote la nunca por cinco años más ya sin darle chance al amor. Porque esos ojos grandes color miel que te cargas enamoraban a cualquier hombre en tus mejores años.
Te levantas de la mesa. Respiras profundo: ahora era tiempo de volver, viejita. Mañana irías a esa agencia de viaje que siempre has visto con ilusión para comprar tu pasaje de regreso a casa. Aunque ya no ibas a encontrar a tus padres que ya habían muerto. Solo tu hermana estaba viva y eso era lo importante. Llegarías a joderla, vieja. Ahora yo tengo más plata que tu pues le dirías, y también que te bese los pies. Que te los lave con sus lágrimas si es posible. Ahora podrías hasta comprarla y hacerla tu esclava hasta que se funda.
Sacando pecho, caminas hacia una tosca repisa que descansa a lado de tu cocina. Abres la puerta despacio y agarras un cigarrillo. Enciendes la llave del gas de la estufa para encender el cigarro. Fallas. No sale el fuego. ¿Esa era la que no servía? Dudas. Abres la otra hornilla y sale el fuego vibrante como tus ojos. Acercas suave el cigarrillo y empiezas a fumar. Apagas el fuego. Te tranquilizas. Viajaras en dos días para que todos te admiren y ríes a carcajadas abriendo los brazos: sintiéndote la reina de América. Sintiéndote el sueño americano en persona.
Ríes vieja, ríes y de tanto reír y chuparle al cigarro te ahogas y empiezas a llorar de rabia por todo lo que tuviste que acaecer. Sientes un dolor ligero en la cabeza y decides descansar un rato. Mañana podrás pensar con más calma. Te relajas y duermes sin tener un mañana, porque has dejado abierta una hornilla que pensabas era la que no funcionaba. El no recordar ese pequeño detalle te ha traicionado. Sin remordimiento el gas logra asfixiarte por completo.
Cuento por Luis Penas, 2021
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